6. August 2022
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Introducción a La
Dialéctica de la Naturaleza
Las modernas Ciencias Naturales, las únicas, han alcanzado un desarrollo
científico, sistemático y completo, en contraste con las geniales intuiciones
filosóficas que los antiguos aventuraran acerca de la naturaleza, y con los
descubrimientos de los árabes, muy importantes pero esporádicos y en la mayoría
de los casos perdidos sin resultado; las modernas Ciencias Naturales, como casi
toda la nueva historia, datan de la gran época que nosotros, los alemanes,
llamamos la Reforma —según la desgracia nacional que entonces nos aconteciera—,
los franceses Renaissance y los italianos Cinquencento, si bien ninguna de
estas denominaciones refleja con toda plenitud su contenido. Es ésta la época
que comienza con la segunda mitad del siglo XV. El poder real, apoyándose en
los habitantes de las ciudades, quebrantó el poderío de la nobleza feudal y
estableció grandes monarquías, basadas esencialmente en el principio nacional y
en cuyo seno se desarrollaron las naciones europeas modernas y la moderna
sociedad burguesa. Mientras los habitantes de las ciudades y los nobles hallábanse
aún enzarzados en su lucha, la guerra campesina en Alemania apuntó
proféticamente las futuras batallas de clase: en ella no sólo salieron a la
arena los campesinos insurrecionados —esto no era nada nuevo—, sino que tras
ellos aparecieron los antecesores del proletariado moderno, enarbolando la
bandera roja y con la reivindicación de la propiedad común de los bienes en sus
labios. En los manuscritos salvados en la caída de Bizancio, en las estatuas
antiguas excavadas en las ruinas de Roma, un nuevo mundo —la Grecia antigua— se
ofreció a los ojos atónitos de Occidente. Los espectros del medioevo se
desvanecieron ante aquellas formas luminosas; en Italia se produjo un inusitado
florecimiento del arte, que vino a ser como un reflejo de la antigüedad clásica
y que jamás volvió a repetirse. En Italia, Francia y Alemania nació una
Literatura nueva, la primera literatura moderna. Poco después llegaron las
épocas clásicas de la literatura en Inglaterra y en España. Los límites del
viejo «orbis terrarum» fueron rotos; sólo entonces fue descubierto el mundo, en
el sentido propio de la palabra, y se sentaron las bases para el subsecuente
comercio mundial y para el paso del artesanado a la manufactura, que a su vez
sirvió de punto de partida a la gran industria moderna. Fue abatida la
dictadura espiritual de la Iglesia; la mayoría de los pueblos germanos se
sacudió su yugo y abrazó la religión protestante, mientras que entre los
pueblos románicos iba echando raíces cada vez más profundas y desbrozando el
camino al materialismo del siglo XVIII una serena libertad de pensamiento
heredada de los árabes y nutrida por la filosofía griega, de nuevo descubierta.
Fue ésta la mayor revolución progresiva que la humanidad había conocido
hasta entonces; fue una época que requería titanes y que engendró titanes por
la fuerza del pensamiento, por la pasión y el carácter, por la universalidad y
la erudición. De los hombres que echaron los cimientos del actual dominio de la
burguesía podrá decirse lo que se quiera, pero, en ningún modo, que pecasen de
limitación burguesa. Por el contrario: todos ellos se hallaban dominados, en
mayor o menor medida, por el espíritu de aventuras inherente a la época.
Entonces casi no había ni un solo gran hombre que no hubiera realizado lejanos
viajes, no hablara cuatro o cinco idiomas y no brillase en varios dominios de
la ciencia y de la técnica. Leonardo de Vinci no sólo fue un gran pintor, sino
un eximio matemático, mecánico e ingeniero, al que debemos importantes
descubrimientos en las más distintas ramas de la física. Alberto Durero fue
pintor, grabador, escultor, arquitecto y, además, ideó un sistema de
fortificación que encerraba pensamientos desarrollados mucho después por
Montalembert y la moderna ciencia alemana de la fortificación. Maquiavelo fue
hombre de Estado, historiador, poeta y, por añadidura, el primer escritor
militar digno de mención de los tiempos modernos. Lutero no sólo limpió los
establos de Augías de la Iglesia, sino también los del idioma alemán, fue el
padre de la prosa alemana contemporánea y compuso la letra y la música del
himno triunfal que llegó a ser “La Marsellesa” del siglo XVI. Los héroes de
aquellos tiempos aún no eran esclavos de la división del trabajo, cuya
influencia comunica a la actividad de los hombres, como podemos observarlo en
muchos de sus sucesores, un carácter limitado y unilateral. Lo que más
caracterizaba a dichos héroes era que casi todos ellos vivían plenamente los
intereses de su tiempo, participaban de manera activa en la lucha práctica, se
sumaban a un partido u otro y luchaban, unos con la palabra y la pluma, otros
con la espada y otros con ambas cosas a la vez. De aquí la plenitud y la fuerza
de carácter que les daba tanta entereza. Los sabios de gabinete eran en el
entonces una excepción; eran hombres de segunda o tercera fila o prudentes
filisteos que no deseaban pillarse los dedos.
En aquellos tiempos también las Ciencias Naturales se desarrollaban en
medio de la revolución general y eran revolucionarias hasta lo más hondo, pues
aún debían conquistar el derecho a la existencia. Al lado de los grandes
italianos que dieron nacimiento a la nueva filosofía, las Ciencias Naturales
dieron sus mártires a las hogueras y las prisiones de la Inquisición. Es de
notar que los protestantes aventajaron a los católicos en sus persecuciones
contra la investigación libre de la naturaleza. Calvino quemó a Servet cuando
éste se hallaba ya en el umbral del descubrimiento de la circulación de la
sangre y lo tuvo dos horas asándose vivo; la Inquisición, por lo menos, se dio
por satisfecha con quemar simplemente a Giordano Bruno.
El acto revolucionario con que las Ciencias Naturales declararon su
independencia y parecieron repetir la acción de Lutero cuando éste quemó la
bula del papa, fue la publicación de la obra inmortal en que Copérnico, si bien
tímidamente, y, por decirlo así, en su lecho de muerte, arrojó el guante a la
autoridad de la Iglesia en las cuestiones de la naturaleza. De aquí data la
emancipación de las Ciencias Naturales respecto a la teología, aunque la lucha
por algunas reclamaciones recíprocas se ha prolongado hasta nuestros días y en
ciertas mentes aún hoy dista mucho de haber terminado. Pero a partir de
entonces se operó, a pasos agigantados, el desarrollo de la ciencia, y puede
decirse que este desarrollo se ha intensificado proporcionalmente al cuadrado
de la distancia (en el tiempo) que lo separa de su punto de partida. Pareció
como si huhiera sido necesario demostrar al mundo que a partir de entonces para
el producto supremo de la materia orgánica, para el espíritu humano, regía una
ley del movimiento que era inversa a la ley del movimiento que regía para la
materia inorgánica.
La tarea principal en el primer período de las Ciencias Naturales, período
que acababa de empezar, consistía en dominar el material que se tenía a mano.
En la mayor parte de las ramas hubo que empezar por lo más elemental. Todo lo
que la antigüedad había dejado en herencia eran Euclides y el sistema solar de
Ptolomeo, y los árabes, la numeración decimal, los rudimentos del álgebra, los
numerales modernos y la alquimia; el medioevo cristiano no había dejado nada.
En tal situación era inevitable que el primer puesto lo ocuparan las Ciencias
Naturales más elementales: la mecánica de los cuerpos terrenos y celestes y, al
mismo tiempo, como auxiliar de ella, el descubrimiento y el perfeccionamiento
de los métodos matemáticos. En este dominio se consiguieron grandes
realizaciones. A fines de este período, caracterizado por Newton y Linneo,
vemos que estas ramas de la ciencia han llegado a cierto tope. En lo
fundamental fueron establecidos los métodos matemáticos más importantes: la
geometría analítica, principalmente por Descartes, los logaritmos, por Napier,
y los cálculos diferencial e integral, por Leibniz y, quizá, por Newton. Lo mismo
puede decirse de la mecánica de los cuerpos sólidos, cuyas leyes principales
fueron halladas de una vez y para siempre. Finalmente, en la astronomía del
sistema solar, Kepler descubrió las leyes del movimiento planetario, y Newton
las formuló desde el punto de vista de las leyes generales del movimiento de la
materia. Las demás ramas de las Ciencias Naturales estaban muy lejos de haber
alcanzado incluso este tope preliminar. La mecánica de los cuerpos líquidos y
gaseosos sólo fue elaborada con mayor amplitud a fines del período indicado.
[Torricelli en conexión con la regulación de los torrentes de los Alpes]. La
física propiamente dicha se hallaba aún en pañales, excepción hecha de la
óptica, que alcanzó realizaciones extraordinarias, impulsada por las necesidades
prácticas de la astronomía. La química acababa de liberarse de la alquimia
merced a la teoría del flogisto. La geología aún no había salido del estado
embrionario que representaba la mineralogía, y por ello la paleontología no
podía existir aún. Finalmente, en el dominio de la biología la preocupación
principal era todavía la acumulación y clasificación elemental de un inmenso
acervo de datos no sólo botánicos y zoológicos, sino también anatómicos y
fisiológicos en el sentido propio de la palabra. Casi no podía hablarse aún de
la comparación de las distintas formas de vida ni del estudio de su
distribución geográfica, condiciones climatológicas y demás condiciones de
existencia. Aquí únicamente la botánica y la zoología, gracias a Linneo,
alcanzaron una estructuración relativamente acabada.
Pero lo que caracteriza mejor que nada este período es la elaboración de
una peculiar concepción general del mundo, en la que el punto de vista más
importante es la idea de la inmutabilidad absoluta de la naturaleza. Según esta
idea, la naturaleza, independientemente de la forma en que hubiese nacido, una
vez presente permanecía siempre inmutable, mientras existiera. Los planetas y
sus satélites, una vez puestos en movimiento por el misterioso «primer
impulso», seguían eternamente, o por lo menos hasta el fin de todas las cosas,
sus elipses prescritas. Las estrellas permanecían eternamente fijas e inmóviles
en sus sitios, manteniéndose unas a otras en ellos en virtud de la «gravitación
universal». La Tierra permanecía inmutable desde que apareciera o —según el
punto de vista— desde su creación. Las «cinco partes del mundo» habían existido
siempre, y siempre habían tenido los mismos montes, valles y ríos, el mismo
clima, la misma flora y la misma fauna, excepción hecha de lo cambiado o
transplantado por el hombre. Las especies vegetales y animales habían sido
establecidas de una vez para siempre al aparecer, cada individuo siempre
producía otros iguales a él, y Linneo hizo ya una gran concesión al admitir que
en algunos lugares, gracias al cruce, podían haber surgido nuevas especies. En
oposición a la historia de la humanidad, que se desarrolla en el tiempo, a la
historia natural se le atribuía exclusivamente el desarrollo en el espacio. Se
negaba todo cambio, todo desarrollo en la naturaleza. Las Ciencias Naturales,
tan revolucionarias al principio, se vieron frente a una naturaleza
conservadora hasta la médula, en la que todo seguía siendo como había sido en
el principio y en la que todo debía continuar, hasta el fin del mundo o
eternamente, tal y como fuera desde el principio mismo de las cosas.
Las Ciencias Naturales de la primera mitad del siglo XVIII se hallaban tan
por encima de la antigüedad griega en cuanto al volumen de sus conocimientos e
incluso en cuanto a la sistematización de los datos, como por debajo en cuanto
a la interpretación de los mismos, en cuanto a la concepción general de la
naturaleza. Para los filósofos griegos el mundo era, en esencia algo
surgido del caos, algo que se había desarrollado, que había llegado a ser. Para
todos los naturalistas del período que estamos estudiando el mundo era algo
osificado, inmutable, y para la mayoría de ellos algo creado de golpe. La
ciencia estaba aún profundamente empantanada en la teología. En todas partes buscaba
y encontraba como causa primera un impulso exterior, que no se debía a la
propia naturaleza. Si la atracción, llamada pomposamente por Newton
gravitación universal, se concibe como una propiedad esencial de la materia,
¿de dónde proviene la incomprensible fuerza tangencial que dio origen a las
órbitas de los planetas? ¿Cómo surgieron las innumerables especies vegetales y
animales? ¿Y cómo, en particular, surgió el hombre, respecto al cual se está de
acuerdo en que no existe de toda la eternidad? Al responder a estas preguntas,
las Ciencias Naturales se limitaban con harta frecuencia a hacer responsable de
todo al creador. Al comienzo de este período, Copérnico expulsó de la ciencia
la teología; Newton cierra esta época con el postulado del primer impulso
divino. La idea general más elevada alcanzada por las Ciencias
Naturales del período considerado es la de la congruencia del orden establecido
en la naturaleza, la teleología vulgar de Wolff, según la cual los gatos fueron
creados para devorar a los ratones, los ratones para ser devorados por los
gatos y toda la naturaleza para demostrar la sabiduría del creador. Hay
que señalar los grandes méritos de la filosofía de la época que, a pesar de la
limitación de las Ciencias Naturales contemporáneas, no se desorientó y
—comenzando por Spinoza y acabando por los grandes materialistas franceses—
esforzóse tenazmente para explicar el mundo partiendo del mundo mismo y dejando
la justificación detallada de esta idea a las Ciencias Naturales del futuro.
Incluyo también en este período a los materialistas del siglo XVIII, porque
no disponían de otros datos de las Ciencias Naturales que los descritos más
arriba. La obra de Kant, que posteriormente hiciera época, no llegaron a
conocerla, y Laplace apareció mucho después de ellos. No olvidemos que si bien
los progresos de la ciencia abrieron numerosas brechas en esa caduca concepción
de la naturaleza, toda la primera mitad del siglo XIX se encontró, pese a todo,
bajo su influjo [«El carácter osificado de la vieja concepción de la naturaleza
ofreció el terreno para la síntesis y el balance de las Ciencias Naturales como
un todo íntegro: los enciclopedistas franceses, lo hicieron de un modo
mecánico, lo uno al lado del otro; luego aparecen Saint-Simon y la filosofía
alemana de la naturaleza, a la que Hegel dio cima»], en esencia, incluso hoy
continúan enseñándola en todas las escuelas
La primera brecha en esta concepción fosilizada de la naturaleza no fue
abierta por un naturalista, sino por un filósofo. En 1755 apareció la
“Historia universal de la naturaleza y teoría del cielo” de Kant. La cuestión
del primer impulso fue eliminada; la Tierra y todo el sistema solar aparecieron
como algo que había devenido en el transcurso del tiempo. Si la mayoría
aplastante de los naturalistas no hubiese sentido hacia el pensamiento la
aversión que Newton expresara en la advertencia: «¡Física, ten cuidado de la
metafísica!», el genial descubrimiento de Kant les hubiese permitido hacer
deducciones que habrían puesto fin a su interminable extravío por sinuosos
vericuetos y ahorrado el tiempo y el esfuerzo derrochados copiosamente al
seguir falsas direcciones, porque el descubrimiento de Kant era el
punto de partida para todo progreso ulterior. Si la Tierra era algo que
había devenido, algo que también había devenido eran su estado geológico,
geográfico y climático, así como sus plantas y animales; la Tierra no sólo
debía tener su historia de coexistencia en el espacio, sino también de sucesión
en el tiempo. Si las Ciencias Naturales hubieran continuado sin tardanza y de
manera resuelta las investigaciones en esta dirección, hoy estarían mucho más
adelantadas. Pero, ¿qué podría dar de bueno la filosofía? La obra de
Kant no proporcionó resultados inmediatos, hasta que, muchos años después,
Laplace y Herschel no desarrollaron su contenido y no la fundamentaron con
mayor detalle, preparando así, gradualmente, la admisión de la «hipótesis de
las nebulosas». Descubrimientos posteriores dieron, por fin, la victoria a
esta teoría; los más importantes entre dichos descubrimientos fueron: el del
movimiento propio de las estrellas fijas, la demostración de que en el espacio
cósmico existe un medio resistente y la prueba, suministrada por el análisis
espectral, de la identidad química de la materia cósmica y la existencia
—supuesta por Kant— de masas nebulosas incandescentes. [La influencia
retardadora de las mareas en la rotación de la Tierra, también supuesta por
Kant, sólo ahora ha sido comprendida.]
Sin embargo, puede dudarse de que la mayoría de los naturalistas hubiera
adquirido pronto conciencia de la contradicción entre la idea de una Tierra
sujeta a cambios y la teoría de la inmutabilidad de los organismos que se
encuentran en ella, si la naciente concepción de que la naturaleza no
existe simplemente sino que se encuentra en un proceso de devenir y de cambio no
se hubiera visto apoyada por otro lado. Nació la geología y no sólo descubrió
estratos geológicos formados unos después de otros y situados unos sobre otros,
sino la presencia en ellos de caparazones, de esqueletos de animales extintos y
de troncos, hojas y frutos de plantas que hoy ya no existen. Se imponía
reconocer que no sólo la Tierra, tomada en su conjunto, tenía su historia en el
tiempo, sino que también la tenían su superficie y los animales y plantas en
ella existentes. Al principio esto se reconocía de bastante mala gana. La
teoría de Cuvier acerca de las revoluciones de la Tierra era revolucionaria de
palabra y reaccionaria de hecho. Sustituía un único acto de creación divina por
una serie de actos de creación, haciendo del milagro una palanca esencial de la
naturaleza. Lyell fue el primero que introdujo el sentido común en la geología,
sustituyendo las revoluciones repentinas, antojo del creador, por el efecto
gradual de una lenta transformación de la Tierra.
La teoría de Lyell era más incompatible que todas las anteriores con la
admisión de la constancia de especies orgánicas. La idea de la transformación
gradual de la corteza terrestre y de las condiciones de vida en la misma
llevaba de modo directo a la teoría de la transformación gradual de los
organismos y de su adaptación al medio cambiante, llevaba a la teoría de la
variabilidad de las especies. Sin embargo, la tradición es una fuerza poderosa,
no sólo en la Iglesia católica, sino también en las Ciencias Naturales. Durante
largos años el mismo Lyell no advirtió esta contradicción, y sus discípulos,
mucho menos. Ello fue debido a la división del trabajo que llegó a dominar por
entonces en las Ciencias Naturales, en virtud de la cual cada investigador se
limitaba, más o menos, a su especialidad, siendo muy contados los que no
perdieron la capacidad de abarcar el todo con su mirada.
Mientras tanto, la física había hecho enormes progresos, cuyos resultados
fueron resumidos casi simultáneamente por tres personas en 1842, año que hizo
época en esta rama de las Ciencias Naturales. Mayer, en Heilbronn, y Joule, en
Mánchoster, demostraron la transformación del calor en fuerza mecánica y de la
fuerza mecánica en calor. La determinación del equivalente mecánico del calor
puso fin a todas las dudas al respecto. Mientras tanto Grove, que no era un
naturalista de profesión, sino un abogado inglés, demostraba, mediante una
simple elaboración de los resultados sueltos ya obtenidos por la física, que todas
las llamadas fuerzas físicas —la fuerza mecánica, el calor, la luz, la
electricidad, el magnetismo, e incluso la llamada energía química— se
transformaban unas en otras en determinadas condiciones, sin que se produjera
la menor pérdida de energía. Grove probó así, una vez más, con método físico,
el principio formulado por Descartes al afirmar que la cantidad de movimiento
existente en el mundo es siempre la misma. Gracias a este descubrimiento, las
distintas fuerzas físicas, estas «especies» inmutables, por así decirlo, de la
física, se diferenciaron en distintas formas del movimiento de la materia, que
se transformaban unas en otras siguiendo leyes determinadas. Se desterró de la
ciencia la casualidad de la existencia de tal o cual cantidad de fuerzas físicas,
pues quedaron demostradas sus interconexiones y transiciones. La física, como
antes la astronomía, llegó a un resultado que apuntaba necesariamente el ciclo
eterno de la materia en movimiento como la úItima conclusión de la ciencia.
El desarrollo maravillosamente rápido de la química desde Lavoisier y,
sobre todo, desde Dalton, atacó, por otro costado, las viejas concepciones de
la naturaleza. La obtención por medios inorgánicos de compuestos que hasta
entonces sólo se habían producido en los organismos vivos, demostró que las
leyes de la química tenían la misma validez para los cuerpos orgánicos que para
los inorgánicos y salvó en gran parte el supuesto abismo entre la naturaleza
inorgánica y la orgánica, abismo que ya Kant estimaba insuperable por los
siglos de los siglos.
Finalmente, también en la esfera de las investigaciones biológicas, sobre
todo los viajes y las expediciones científicas organizados de modo sistemático
a partir de mediados del siglo pasado, el estudio más meticuloso de las colonias
europeas en todas las partes del mundo por especialistas que vivían allí, y,
además, las realizaciones de la paleontología, la anatomía y la fisiología en
general, sobre todo desde que empezó a usarse sistemáticamente el microscopio y
se descubrió la célula; todo esto ha acumulado tantos datos, que se ha hecho
posible —y necesaria— la aplicación del método comparativo. De una parte, la
geografía física comparada permitió determinar las condiciones de vida de las
distintas floras y faunas; de otra parte, se comparó unos con otros distintos
organismos según sus órganos homólogos, y por cierto no sólo en el estado de
madurez, sino en todas las fases de su desarrollo. Y cuanto más profunda y
exacta era esta investigación, tanto más se esfumaba el rígido sistema que
suponía la naturaleza orgánica inmutable y fija. No sólo se iban haciendo más
difusas las fronteras entre las distintas especies vegetales y animales, sino
que se descubrieron animales, como el anfioxo y la lepidosirena que parecían
mofarse de toda la clasificación existente hasta entonces [Ceratodus. Ditto
archeopteryx, etc.]; finalmente, fueron hallados organismos de los que ni
siquiera se puede decir si pertenecen al mundo animal o al vegetal. Las lagunas
en los anales de la paleontología iban siendo llenadas una tras otra, lo que
obligaba a los más obstinados a reconocer el asombroso paralelismo existente
entre la historia del desarrollo del mundo orgánico en su conjunto y la
historia del desarrollo de cada organismo por separado, ofreciendo el hilo de
Ariadna, que debía indicar la salida del laberinto en que la botánica y la
zoología parecían cada vez más perdidas. Es de notar que casi al mismo tiempo
que Kant atacaba la doctrina de la eternidad del sistema solar, C. F. Wolff
desencadenaba, en 1759, el primer ataque contra la teoría de la constancia de
las especies y proclamaba la teoría de la evolución. Pero lo que en él sólo era
una anticipación brillante tomó una forma concreta en manos de Oken, Lamarck y
Baer y fue victoriosamente implantado en la ciencia por Darwin, en 1859,
exactamente cien años después. Casi al mismo tiempo quedó establecido que el
protoplasma y la célula, considerados hasta entonces como los últimos
constituyentes morfológicos de todos los organismos, eran también formas orgánicas
inferiores con existencia independiente. Todas estas realizaciones redujeron al
mínimo el abismo entre la naturaleza inorgánica y la orgánica y eliminaron uno
de los principales obstáculos que se alzaban ante la teoría de la evolución de
los organismos. La nueva concepción de la naturaleza hallábase ya
trazada en sus rasgos fundamentales: toda rigidez se disolvió, todo lo inerte
cobró movimiento, toda particularidad considerada como eterna resultó pasajera,
y quedó demostrado que la naturaleza se mueve en un flujo eterno y cíclico.
Y así hemos vuelto a la concepción del mundo que tenían los grandes
fundadores de la filosofía griega, a la concepción de que toda la naturaleza,
desde sus partículas más ínfimas hasta sus cuerpos más gigantescos, desde los granos
de arena hasta los soles, desde los protistas hasta el hombre, se halla en un
estado perenne de nacimiento y muerte, en flujo constante, sujeto a incesantes
cambios y movimientos. Con la sola diferencia esencial de que lo que fuera para
los griegos una intuición genial es en nuestro caso el resultado de una
estricta investigación científica basada en la experiencia y, por ello, tiene
una forma más terminada y más clara. Es cierto que la prueba empírica de este
movimiento cíclico no está exenta de lagunas, pero éstas, insignificantes en
comparación con lo que se ha logrado ya establecer firmemente, son menos cada
año. Además, ¿cómo puede estar dicha prueba exenta de lagunas en algunos
detalles si tomamos en consideración que las ramas más importantes del saber
—la astronomía transplanetaria, la química, la geología— apenas si cuentan un
siglo, que la fisiología comparada apenas si tiene cincuenta años y que la
forma básica de casi todo desarrollo vital, la célula, fue descubierta hace
menos de cuarenta?
Los innumerables soles y sistemas solares de nuestra isla cósmica, limitada
por los anillos estelares extremos de la Vía Láctea, se han desarrollado debido
a la contracción y enfriamiento de nebulosas incandescentes, sujetas a un
movimiento en torbellino cuyas leyes quizá sean descubiertas cuando varios
siglos de observación nos proporcionen una idea clara del movimiento propio de
las estrellas. Evidentemente, este desarrollo no se ha operado en todas partes
con la misma rapidez. La astronomía se ve más y más obligada a reconocer que,
además de los planetas, en nuestro sistema estelar existen cuerpos opacos,
soles extintos (Mädler); por otra parte (según Secchi), una parte de las
manchas nebulares gaseosas pertenece a nuestro sistema estelar como soles aún no
formados, lo que no excluye la posibilidad de que otras nebulosas, como afirma
Mädler, sean distantes islas cósmicas independientes, cuyo estadio relativo de
desarrollo debe ser establecido por el espectroscopio.
Laplace demostró con todo detalle, y con maestría insuperada hasta la
fecha, cómo un sistema solar se desarrolla a partir de una masa nebular
independiente; realizaciones posteriores de la ciencia han ido probando su
razón cada vez con mayor fuerza.
En los cuerpos independientes formados así —tanto en los soles como en los
planetas y en sus satélites— prevalece al principio la forma de movimiento de
la materia a la que hemos denominado calor. No se puede hablar de compuestos de
elementos químicos ni siquiera a la temperatura que tiene actualmente el Sol;
observaciones posteriores sobre éste nos demostrarán hasta que punto el calor
se transforma en estas condiciones en electricidad o en magnetismo; ya está
casi probado que los movimientos mecánicos que se operan en el Sol se deben
exclusivamente al conflicto entre el calor y la gravedad.
Los cuerpos desgajados de las nebulosas se enfrían más rápidamente cuanto
más pequeños son. Primero se enfrían los satélites, los asteroides y los
meteoritos, del mismo modo que nuestra Luna ha enfriado hace mucho. En los
planetas este proceso se opera más despacio, y en el astro central, aún con la
máxima lentitud.
Paralelamente al enfriamiento progresivo empieza a manifestarse con fuerza
creciente la interacción de las formas físicas de movimiento que se transforman
unas en otras, hasta que, al fin, se llega a un punto en que la afinidad
química empieza a dejarse sentir, en que los elementos químicos antes
indiferentes se diferencian químicamente, adquieren propiedades químicas y se
combinan unos con otros. Estas combinaciones cambian de continuo con la
disminución de la temperatura —que influye de un modo distinto no ya sólo en
cada elemento, sino en cada combinación de elementos—; cambian con el
consecuente paso de una parte de la materia gaseosa primero al estado líquido y
después al sólido y con las nuevas condiciones así creadas.
El período en que el planeta adquiere su corteza sólida y aparecen
acumulaciones de agua en su superficie coincide con el período en que la
importancia de su calor intrínseco disminuye más y más en comparación con el
que recibe del astro central. Su atmósfera se convierte en teatro de fenómenos
meteorológicos en el sentido que damos hoy a esta palabra, y su superficie, en
teatro de cambios geológicos, en los que los depósitos, resultado de las
precipitaciones atmosféricas, van ganando cada vez mayor preponderancia sobre
los efectos, lentamente menguantes, del fluido incandescente que constituye su
núcleo interior.
Finalmente, cuando la temperatura ha descendido hasta tal punto —por lo
menos en una parte importante de la superficie— que ya no rebasa los límites en
que la albúmina es capaz de vivir, se forma, si se dan otras condiciones
químicas favorables, el protoplasma vivo. Hoy aún no sabemos qué condiciones
son ésas, cosa que no debe extrañarnos, ya que hasta la fecha no se ha logrado
establecer la fórmula química de la albúmina, ni siquiera conocemos cuántos
albuminoides químicamente diferentes existen, y sólo hace unos diez años que
sabemos que la albúmina completamente desprovista de estructura cumple todas
las funciones esenciales de la vida: la digestión, la excreción, el movimiento,
la contracción, la reacción a los estímulos y la reproducción.
Pasaron seguramente miles de años antes de que se dieran las condiciones
para el siguiente paso adelante y de la albúmina informe surgiera la primera
célula, merced a la formación del núcleo y de la membrana. Pero con la primera
célula se obtuvo la base para el desarrollo morfológico de todo el mundo
orgánico; lo primero que se desarrolló, según podemos colegir tomando en
consideración los datos que suministran los archivos de la paleontología,
fueron innumerables especies de protistas acelulares y celulares —de ellas sólo
ha llegado hasta nosotros el Eozoon canadense— que fueron diferenciándose hasta
formar las primeras plantas y los primeros animales. Y de los primeros animales
se desarrollaron, esencialmente gracias a la diferenciación, incontables
clases, órdenes, familias, géneros y especies, hasta llegar a la forma en la
que el sistema nervioso alcanza su más pleno desarrollo, a los vertebrados, y
finalmente, entre éstos, a un vertebrado, en que la naturaleza adquiere
conciencia de sí misma, el hombre.
También el hombre surge por la diferenciación, y no sólo como individuo
—desarrollándose a partir de un simple óvulo hasta formar el organismo más
complejo que produce la naturaleza—, sino también en el sentido histórico.
Cuando después de una lucha de milenios la mano se diferenció por fin de los
pies y se llegó a la actitud erecta, el hombre se hizo distinto del mono y
quedó sentada la base para el desarrollo del lenguaje articulado y para el
poderoso desarrollo del cerebro, que desde entonces ha abierto un abismo
infranqueable entre el hombre y el mono. La especialización de la mano implica
la aparición de la herramienta, y ésta implica la actividad específicamente
humana, la acción recíproca transformadora del hombre sobre la naturaleza, la
producción. También los animales tienen herramientas en el sentido más estrecho
de la palabra, pero sólo como miembros de su cuerpo: la hormiga, la abeja, el
castor; los animales también producen, pero el efecto de su producción sobre la
naturaleza que les rodea es en relación a esta última igual a cero. Unicamente
el hombre ha logrado imprimir su sello a la naturaleza, y no sólo llevando
plantas y animales de un lugar a otro, sino modificando también el aspecto y el
clima de su lugar de habitación y hasta las propias plantas y los animales
hasta tal punto, que los resultados de su actividad sólo pueden desaparecer con
la extinción general del globo terrestre. Y esto lo ha conseguido el hombre,
ante todo y sobre todo, valiéndose de la mano. Hasta la máquina de vapor, que
es hoy por hoy su herramienta más poderosa para la transformación de la
naturaleza, depende en fin de cuentas, como herramienta, de la actividad de las
manos. Sin embargo, paralelamente a la mano fue desarrollándose, paso a paso,
la cabeza; iba apareciendo la conciencia, primero de las condiciones necesarias
para obtener ciertos resultados prácticos útiles; después, sobre la base de
esto, nació entre los pueblos que se hallaban en una situación más ventajosa la
comprensión de las leyes de la naturaleza que determinan dichos resultados
útiles. Al mismo tiempo que se desarrollaba rápidamente el conocimiento de las
leyes de la naturaleza, aumentaban los medios de acción recíproca sobre ella;
la mano sola nunca hubiera logrado crear la máquina de vapor si, paralelamente,
y en parte gracias a la mano, no se hubiera desarrollado correlativamente el
cerebro del hombre.
Con el hombre entramos en la historia. También los animales tienen una
historia, la de su origen y desarrollo gradual hasta su estado presente. Pero,
los animales son objetos pasivos de la historia, y en cuanto toman parte en
ella, esto ocurre sin su conocimiento o voluntad. Los hombres, por el
contrario, a medida que se alejan más de los animales en el sentido estrecho de
la palabra, en mayor grado hacen su historia ellos mismos, conscientemente, y
tanto menor es la influencia que ejercen sobre esta historia las circunstancias
imprevistas y las fuerzas incontroladas, y tanto más exactamente se corresponde
el resultado histórico con los fines establecidos de antemano. Pero si
aplicamos este rasero a la historia humana, incluso a la historia de los
pueblos más desarrollados de nuestro siglo, veremos que incluso aquí existe
todavía una colosal discrepancia entre los objetivos propuestos y los
resultados obtenidos, veremos que continúan prevaleciendo las influencias
imprevistas, que las fuerzas incontroladas son mucho más poderosas que las
puestas en movimiento de acuerdo a un plan. Y esto no será de otro modo
mientras la actividad histórica más esencial de los hombres, la que los ha
elevado desde el estado animal al humano y forma la base material de todas sus
demás actividades —me refiero a la producción de sus medios de subsistencia, es
decir, a lo que hoy llamamos producción social— se vea particularmente
subordinada a la acción imprevista de fuerzas incontroladas y mientras el
objetivo deseado se alcance sólo como una excepción y mucho más frecuentemente
se obtengan resultados diametralmente opuestos. En los países industriales más
adelantados hemos sometido a las fuerzas de la naturaleza, poniéndolas al
servicio del hombre; gracias a ello hemos aumentado inconmensurablemente la
producción, de modo que hoy un niño produce más que antes cien adultos. Pero,
¿cuáles han sido las consecuencias de este acrecentamiento de la producción? El
aumento del trabajo agotador, una miseria creciente de las masas y un crac
inmenso cada diez años. Darwin no sospechaba qué sátira tan amarga escribía de
los hombres, y en particular de sus compatriotas, cuando demostró que la libre
concurrencia, la lucha por la existencia celebrada por los economistas como la
mayor realización histórica, era el estado normal del mundo animal. Unicamente
una organización consciente de la producción social, en la que la producción y
la distribución obedezcan a un plan, puede elevar socialmente a los hombres
sobre el resto del mundo animal, del mismo modo que la producción en general
les elevó como especie. El desarrollo histórico hace esta organización más
necesaria y más posible cada día. A partir de ella datará la nueva época
histórica en la que los propios hombres, y con ellos todas las ramas de su
actividad, especialmente las Ciencias Naturales, alcanzarán éxitos que
eclipsarán todo lo conseguido hasta entonces.
Pero «todo lo que nace es digno de morir». Quizá antes pasen millones de
años, nazcan y bajen a la tumba centenares de miles de generaciones, pero se
acerca inexorablemente el tiempo en que el calor decreciente del Sol no podrá
ya derretir el hielo procedente de los polos; la humanidad, más y más hacinada
en torno al ecuador, no encontrará ni siquiera allí el calor necesario para la
vida; irá desapareciendo paulatinamente toda huella de vida orgánica, y la
Tierra, muerta, convertida en una esfera fría, como la Luna, girará en las
tinieblas más profundas, siguiendo órbitas más y más reducidas, en torno al
Sol, también muerto, sobre el que, a fin de cuentas, terminará por caer. Unos
planetas correrán esa suerte antes y otros después que la Tierra; y en lugar
del luminoso y cálido sistema solar, con la armónica disposición de sus
componentes, quedará tan sólo una esfera fría y muerta, que aún seguirá su
solitario camino por el espacio cósmico. El mismo destino que aguarda a nuestro
sistema solar espera antes o después a todos los demás sistemas de nuestra isla
cósmica, incluso a aquellos cuya luz jamás alcanzará la Tierra mientras quede
un ser humano capaz de percibirla.
¿Pero qué ocurrirá cuando este sistema solar haya terminado su existencia,
cuando haya sufrido la suerte de todo lo finito, la muerte? ¿Continuará el
cadáver del Sol rodando eternamente por el espacio infinito, y todas las
fuerzas de la naturaleza, antes infinitamente diferenciadas, se convertirán en
una única forma del movimiento, en la atracción?
«¿O —como pregunta Secchi (pág. 810)— hay en la naturaleza fuerzas capaces
de hacer que el sistema muerto vuelva a su estado original de nebulosa
incandescente, capaces de despertarlo a una nueva vida? No lo sabemos».
Sin duda, no lo sabemos en el sentido que sabemos que 2 X 2 = 4 o que la
atracción de la materia aumenta y disminuye en razón del cuadrado de la
distancia. Pero en las Ciencias Naturales teóricas —que en lo posible unen su
concepción de la naturaleza en un todo armónico y sin las cuales en nuestros
días no puede hacer nada el empírico más limitado—, tenemos que operar a menudo
con magnitudes imperfectamente conocidas; y la consecuencia lógica del
pensamiento ha tenido que suplir, en todos los tiempos, la insuficiencia de
nuestros conocimientos. Las Ciencias Naturales contemporáneas se han visto
constreñidas a tomar de la filosofía el principio de la indestructibilidad del
movimiento; sin este principio las Ciencias Naturales ya no pueden existir.
Pero el movimiento de la materia no es únicamente tosco movimiento mecánico,
mero cambio de lugar; es calor y luz, tensión eléctrica y magnética,
combinación química y disociación, vida y, finalmente, conciencia. Decir que la
materia durante toda su existencia ilimitada en el tiempo sólo una vez —y ello
por un período infinitamente corto, en comparación con su eternidad— ha podido
diferenciar su movimiento y, con ello, desplegar toda la riqueza del mismo, y
que antes y después de ello se ha visto limitada eternamente a simples cambios
de lugar; decir esto equivale a afirmar que la materia es perecedera y el
movimiento pasajero. La indestructibilidad del movimiento debe ser comprendida
no sólo en el sentido cuantitativo, sino también en el cualitativo. La materia
cuyo mero cambio mecánico de lugar incluye la posibilidad de transformación, si
se dan condiciones favorables, en calor, electricidad, acción química, vida,
pero que es incapaz de producir esas condiciones por sí misma, esa materia ha
sufrido determinado perjuicio en su movimiento. El movimiento que ha perdido la
capacidad de verse transformado en las distintas formas que le son propias, si
bien posee aún dynamis, no tiene ya energeia, y por ello se halla parcialmente
destruido. Pero lo uno y lo otro es inconcebible.
En todo caso, es indudable que hubo un tiempo en que la materia de nuestra
isla cósmica convertía en calor una cantidad tan enorme de movimiento —hasta
hoy no sabemos de qué género—, que de él pudieron desarrollarse los sistemas
solares pertenecientes (según Mädler) por lo menos a veinte millones de
estrellas y cuya extinción gradual es igualmente indudable. ¿Cómo se operó esta
transformación? Sabemos tan poco como sabe el padre Secchi si el futuro caput
mortuum de nuestro sistema solar se convertirá de nuevo, alguna vez, en materia
prima para nuevos sistemas solares. Pero aquí nos vemos obligados a recurrir a
la ayuda del creador o a concluir que la materia prima incandescente que dio
origen a los sistemas solares de nuestra isla cósmica se produjo de forma
natural, por transformaciones del movimiento que son inherentes por naturaleza
a la materia en movimiento y cuyas condiciones deben, por consiguiente, ser
reproducidas por la materia, aunque sea después de millones y millones de años,
más o menos accidentalmente, pero con la necesidad que es también inherente a
la casualidad.
Ahora es más y más admitida la posibilidad de semejante transformación. Se
llega a la convicción de que el destino final de los cuerpos celestes es de
caer unos en otros y se calcula incluso la cantidad de calor que debe
desarrollarse en tales colisiones. La aparición repentina de nuevas estrellas y
el no menos repentino aumento del brillo de estrellas hace mucho conocidas —de
lo cual nos informa la astronomía—, pueden ser fácilmente explicados por
semejantes colisiones. Además, debe tenerse en cuenta que no sólo nuestros
planetas giran alrededor del Sol y que no sólo nuestro Sol se mueve dentro de
nuestra isla cósmica, sino que toda esta última se mueve en el espacio cósmico,
hallándose en equilibrio temporal relativo con las otras islas cósmicas, pues
incluso el equilibrio relativo de los cuerpos que flotan libremente puede
existir únicamente allí donde el movimiento está recíprocamente condicionado; además,
algunos admiten que la temperatura en el espacio cósmico no es en todas partes
la misma. Finalmente, sabemos que, excepción hecha de una porción
infinitesimal, el calor de los innumerables soles de nuestra isla cósmica
desaparece en el espacio cósmico, tratando en vano de elevar su temperatura
aunque nada más sea que en una millonésima de grado centígrado. ¿Qué sé hace de
toda esa enorme cantidad de calor? ¿Se pierde para siempre en su intento de
calentar el espacio cósmico, cesa de existir prácticamente y continúa
existiendo sólo teóricamente en el hecho de que el espacio cósmico se ha
calentado en una fracción decimal de grado, que comienza con diez o más ceros?
Esta suposición niega la indestructibilidad del movimiento; admite la
posibilidad de que por la caída sucesiva de los cuerpos celestes unos sobre
otros, todo el movimiento mecánico existente se convertirá en calor irradiado
al espacio cósmico, merced a lo cual, a despecho de toda la «indestructibilidad
de la fuerza», cesaría, en general, todo movimiento. (Por cierto, aquí se ve
cuán poco acertada es la expresión indestructibilidad de la fuerza en lugar de
indestructibilidad del movimiento.) Llegamos así a la conclusión de que el
calor irradiado al espacio cósmico debe, de un modo u otro —llegará un tiempo
en que las Ciencias Naturales se impongan la tarea de averiguarlo—, convertirse
en otra forma del movimiento en la que tenga la posibilidad de concentrarse una
vez más y funcionar activamente. Con ello desaparece el principal obstáculo que
hoy existe para el reconocimiento de la reconversión de los soles extintos en
nebulosas incandescentes.
Además, la sucesión eternamente reiterada de los mundos en el tiempo
infinito es únicamente un complemento lógico a la coexistencia de innumerables
mundos en el espacio infinito. Este es un principio cuya necesidad indiscutible
se ha visto forzado a reconocer incluso el cerebro antiteórico del yanqui
Draper.
Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un
ciclo que únicamente cierra su trayectoria en períodos para los que nuestro año
terrestre no puede servir de unidad de medida, un ciclo en el cual el tiempo de
máximo desarrollo, el tiempo de la vida orgánica y, más aún, el tiempo de vida
de los seres conscientes de sí mismos y de la naturaleza, es tan parcamente
medido como el espacio en que la vida y la autoconciencia existen; un ciclo en
el que cada forma finita de existencia de la materia —lo mismo si es un sol que
una nebulosa, un individuo animal o una especie de animales, la combinación o
la disociación química— es igualmente pasajera y en el que no hay nada eterno
do no ser la materia en eterno movimiento y transformación y las leyes según
las cuales se mueve y se transforma. Pero, por más frecuente e
inexorablemente que este ciclo se opere en el tiempo y en el espacio, por más
millones de soles y tierras que nazcan y mueran, por más que puedan tardar en
crearse en un sistema solar e incluso en un solo planeta las condiciones para
la vida orgánica, por más innumerables que sean los seres orgánicos que deban
surgir y perecer antes de que se desarrollen de su medio animales con un
cerebro capaz de pensar y que encuentren por un breve plazo condiciones
favorables para su vida, para ser luego también aniquilados sin piedad, tenemos
la certeza de que la materia será eternamente la misma en todas sus
transformaciones, de que ninguno de sus atributos puede jamás perderse y que
por ello, con la misma necesidad férrea con que ha de exterminar en la Tierra
su creación superior, la mente pensante, ha de volver a crearla en algún otro
sitio y en otro tiempo.
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