MARIA APARECIDA 03 DE MARZO DE 2019
El gran Carlos Marx ya afirmó que la religión es el opio del pueblo. El magistral Engels, su compañero, recomendó que los socialistas alemanes difundieran masivamente la literatura atea iluminista. Alexandra Kollontai, gran marxista-leninista, decía en sus discursos que las mujeres debían liberarse de la esclavitud religiosa. Todas las mayores autoridades de la ideología del proletariado llegan a la misma comprensión sobre el papel de las religiones: servir a las clases dominantes y, por lo tanto, retrasar el desarrollo de la humanidad a través de la difusión de prejuicios y temores mezquinos. La lucha contra las concepciones religiosas es, según el gran Lenin, el á-bê-cê de todo materialismo y, por consiguiente, del marxismo, pero, sin embargo, sin ir contra el derecho a la conciencia religiosa de las masas. Pero el marxismo no se detiene en el á-bê-cê, va más allá.
El marxismo es una ideología que lleva una fe diferente de todas las demás. Una fe científica y revolucionaria, basada en el eterno e indestructible movimiento de la materia y de la historia, que está en combate contra todo tipo de fe supersticiosa y también contra la ausencia de fe propagada por las filosofías nihilistas. Después de todo, todas las revoluciones sociales de la historia fueron hechas por masas de hombres y mujeres intrépidos y movidos por la fe revolucionaria de su tiempo. Incluso las fracciones más ateístas de la burguesía iluminista tenían su fe: la fe en la fragua de un mundo dominado por la razón, la ciencia y los mitos de la consigna de Libertad, Igualdad y Fraternidad. La filosofía iluminista negaba la fe decadente de aquel viejo mundo feudal, en el que todos los asuntos de la vida eran asuntos de la Iglesia, de Dios y del Papa.
Afirmaba, sin embargo, la fe en la liberación de la humanidad de los grilletes medievales. En lugar de los privilegios, el sufragio; en lugar de Dios, los hombres. Era una batalla mesiánica llevada a cabo por hombres ateos. Ninguna vieja idea podría escapar al tribunal de la razón. La confianza sublime de la burguesía y la derrota espiritual de la nobleza tenían raíces materiales: la historia estaba a favor de la burguesía, ya que la antigua economía feudal ya no era capaz de sostenerse ante el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas.
Sólo que ahora, después de más de dos siglos de la Revolución Francesa y cerca de un siglo y medio del surgimiento del imperialismo, la burguesía ya no es más vanguardia de la humanidad, sino justamente la parte reaccionaria que quiere detener la rueda de la historia.
La burguesía vio colapsar ante sí todo lo que creyó y proclamó. Sus fuerzas productivas son destruidas en crisis cíclicas, su "libertad para todos" se convirtió en la libertad de los monopolios, su fraternidad no impidió las guerras imperialistas y su igualdad se convirtió en una conversación. Su democracia, conquistada con la sangre liberal de las revoluciones iluministas, dio lugar al fascismo y a la reaccionarización.
La burguesía está derrotada espiritualmente. Está, en palabras de José Carlos Mariátegui (fundador del Partido Comunista del Perú): incrédula, escéptica y nihilista. Es una clase que ya no es capaz de mirar el futuro con optimismo, pues los vientos de la historia dejaron de soplar a su favor y sus mitos de la Revolución Francesa fueron sepultados por las propias contradicciones de su sistema. En síntesis, perdió la fe, ya no ve el horizonte.La filosofía burguesa, antes interesada en el progreso y en el conocimiento científico, ahora está interesada en humear y diluir la realidad. La filosofía burguesa desaguó en el más grosero idealismo subjetivista. La razón es simple: antes, la burguesía necesitaba hacer revolución; ahora, necesita impedir que el proletariado haga la suya.
Descartes, Hume, Locke, e incluso Kant y Hegel formaron parte de esa generación de filósofos de la burguesía en el momento histórico en que ella todavía cumplía un papel progresista y, por lo tanto, de alguna forma, buscaba conocer el mundo objetivo, aunque limitados por la perspectiva de clase que tenían. Filósofos que, incluso, sirvieron de fuente para el desarrollo del materialismo dialéctico, que superó toda tradición filosófica.
Ya Nietzsche, Heidegger, Derrida, Sartre y Foucault forman parte de otra generación: la generación de la antifilosofía posmoderna del nihilismo, del existencialismo y del post-estructuralismo, que sustituye a la verdad tangible por las narrativas subjetivas del lenguaje. No interesa más a la burguesía cualquier análisis mínimamente concreto de la realidad material, ya que esto trataría justamente de revelar la necesidad histórica de la propia superación de la burguesía. Hoy, cabe divagar sobre perspectivismo, post-verdad, negatividad estructural del ser 1 y otros debates tan caros a los filósofos y antropólogos posmodernistas. Y, claro, generalmente en un lenguaje casi autístico de tan cerrada en sí misma y volcada a la emulación mental individualista. Al concebir la realidad a través de interminables perspectivas y narrativas subjetivas, esa antifilosofía niega la propia historia como ciencia.
El motor de la historia es la lucha de clases, es el lugar del conflicto de intereses materiales e ideológicos entre clases antagónicas, donde vencen aquellas cuyas fuerzas materiales y espirituales son más avanzadas y poderosas. ¿Acaso tendría la burguesía derrotada la nobleza si considerase sus ideas sólo como una perspectiva o narrativa a ser considerada? No, las cosas estaban bien claras, era una lucha entre el progreso y el retraso. De la misma manera, consideramos decadente y obscurantista la antifilosofía posmoderna, que pretende disolver cualquier propósito mayor para la existencia humana. Al final, propósitos definirían el ser y, como afirman los existencialistas, el ser es nada. Cuando la CIA financió durante la "Guerra Fría" escritores del existencialismo como André Malraux y Albert Camus², derribó toda la especulación posmoderna en un solo golpe, probando en la práctica que sólo existen dos verdades y dos perspectivas: la verdad y la perspectiva de la verdad contrarrevolución y la verdad y la perspectiva de la revolución. Irónicamente, la verdad de la contrarrevolución es la propia negación de la verdad y su perspectiva es la ausencia de cualquier perspectiva.
La ascensión del tipo existencialista y nihilista en el seno de la intelectualidad pequeñoburguesa es el resultado directo de la sacudida que los mitos iluministas, progresistas y republicanos sufrieron con la miseria moral y material impuesta por la época del imperialismo. Época que, según Lenin, es reacción en toda la línea; es la destrucción del viejo orden hacia el fascismo.
La guerra imperialista y el fascismo primero aparecieron como novedad, una conmoción feroz que podría reavivar las llamas de los corazones burgueses aburridos con el ideal racionalista fatigado de la Bella Época, un rescate de los tiempos en que la burguesía cargaba alguna adrenalin transformadora en sus venas. Después, la guerra y el fascismo se revelaron como tragedia, fueron responsables de demoler de un porrazo el castillo de la razón y del progreso. La necesidad de contener el avance del proletariado y de hacer el reparto del mundo en busca del lucro máximo hizo que la burguesía rasgar todos sus ritos liberales y constitucionales, los horrores de la bestia nazifascista y de las guerras de rapiña derribaron por tierra las creencias en las formalidades contractuales en la división de los poderes y en la democracia burguesa en general. Los jacobinos del
siglo XVIII estarían avergonzados, tal como está hoy la gran burguesía. Si los tiempos del desarrollo relativamente pacífico del capitalismo ya fueron suficientemente capaces de desgastar la fe de la burguesía en sus mitos, la guerra trató de disolver lo que quedaba de ellos.
No es por eso sorprendente que la literatura posmoderna esté llena de sentimientos como angustia, apatía y temáticas suicidas. Es síntoma de que la burguesía caducó espiritualmente. El hombre burgués de la pre-guerra estaba letárgico, pues sus creencias ya no eran épicas o heroicas; el hombre burgués de la posguerra está desolado, pues ya no le resta creencia alguna. Le queda, quizá, contemplar los acontecimientos envueltos en su atmósfera indiferente e impotente, como un personaje de Albert Camus. Infeliz es aquel que padece de héroes y propósitos.
Por un lado, el marxismo es atacado por la antifilosafía burguesa posmoderna como un mero retorno al fatalismo, que quiere encadenar al individuo a los dogmas de la predestinación ideológica. Del otro, es atacado por los vestigios carcomidos de aquel racionalismo liberal tibio, que pretende que la ideología del proletariado no es más que una histeria anticientífica. El origen de clase de estos dos campos los impide tanto de tener fe y de hacer ciencia.
El proletariado es la última clase de la historia, la clase que todo produce y no tiene ninguna propiedad. Después de la victoria definitiva del proletariado, no surgirá otra clase para ser dominada y explotada. Su ideología no se corrompe justamente porque lleva al comunismo, significa la abolición de la división de la sociedad en clases antagónicas. Es la última batalla mesiánica de la humanidad, que traerá lo que la burguesía prometió y no fue capaz de cumplir.
Esfumar la realidad, hacerla turbia y confusa no es una necesidad del proletariado ni ahora ni lo será en el futuro, porque él no tiene que engañar a nadie y tampoco a sí mismo. Para alcanzar su objetivo, el proletariado mantiene una fe inquebrantable en el horizonte, que es precisamente su combustible para resolver los problemas científicos del presente.
La fe de la ideología proletaria en forjar un nuevo mundo, a diferencia de toda fe supersticiosa, es una fe científica, basada en las tendencias históricas que la clase dominante de nuestra época quiere camuflar. Los mitos de la revolución proletaria están a plenos pulmones, su certeza absoluta avanza sobre una burguesía estérida y dudosa. El futuro nos pertenece. La burguesía no tiene más fe porque el futuro promete su muerte y no es más científica porque, si fuera, llegaría a la conclusión de que ya no existe más propósito para su existencia.
En la economía política, vemos la caída tendencial de la tasa de ganancia a lo largo de los años y las crisis cíclicas de superproducción, que ocurren necesariamente cada cierto tiempo sacudiendo el imperialismo. En la historia reciente, asistimos al crecimiento de las guerras populares en las semicolonias, a los levantamientos obreros en todas partes ya la reaccionarización del viejo orden para conjurar la segunda gran ola de la revolución proletaria mundial.
La burguesía, asustada, quiere hacer creer que la pérdida de sentido histórico y cósmico para la existencia de su clase significa la pérdida de sentido para la humanidad en general. Quiere arrastrar a todos a su hoyo. Por eso, debe ser dicho en buen tono que, en nuestra época, sólo el proletariado está apto para hacer ciencia y sólo él está apto para tener una fe y una filosofía verdaderas.
Nietzsche, aún en el siglo XIX, pretendió matar a los ídolos de la humanidad con su filosofía del martelo 3. Le faltó darse cuenta de que esos ídolos ya estaban muertos. Ellos no eran los ídolos de la humanidad, sino los ídolos de la sociedad burguesa. La abrumadora mayoría de la humanidad es proletaria y, por lo tanto, todo intento de destruir el espíritu humano es vano precisamente porque el proletariado es una clase indestructible. De la misma forma que la burguesía no puede superar las crisis cíclicas y estructurales del capitalismo, tampoco puede superar su crisis ideológica. La decadencia espiritual de esa época no puede ser superada bajo los marcos de un sistema explotador, tomado por las guerras de rapiña y la miseria. La solución definitiva sólo puede ser dada por el proletariado revolucionario.
En cualquier caso, la historia se repetirá. La guerra, el fascismo y la revolución tomarán nuevamente a la pequeña burguesía de sorpresa. A los más ajenos a la vida real, acostumbrados a la rutina de los museos de arte moderno, vinos y literatura postmoderna, todo será tragedia. Para otros, que deciden estar al lado del fascismo con la pretensión de atribuir a la propia existencia burguesa alguna emoción heroica, quedará la farsa. A los que se desvinculen de su origen de clase y que toman parte de la revolución, quedará el futuro. Este sí, verdaderamente grandioso.
Para el proletariado, acostumbrado a la guerra cotidiana de garantizar la propia subsistencia, todo siempre ha sido esclarecido. Los tiempos son sombríos, pero como afirmó el gran Carlos Marx, la humanidad no crea problemas que no pueda resolver. Los dolores del viejo mundo son necesarios, son los dolores de un parto. Significa que esta vieja sociedad está preñada de una nueva. El eterno movimiento y la eterna destrucción-creación es la esencia de la vida, tal como está expuesto en el célebre trrabajo La Miseria de la Filosofía. En esto reside la contradicción del fenómeno: la decadencia espiritual de la época del imperialismo es algo negativo, que amenaza con poner a prueba la salud de la humanidad. Sin embargo, anuncia que una nueva época está por nacer y, por eso, el aspecto principal es positivo.
El revolucionario, nutrido de esa verdad filosófica, rechaza toda filosofía decadente y pesimista. Su espíritu es inquebrantable. La historia está a su lado justamente porque está del lado correcto de la historia: el lado que destruirá ese viejo mundo y creará uno nuevo. En el futuro, en el comuinismo, diferentes problemas también harán perecer determinados fenómenos para dar lugar a formas más avanzadas, la batalla entre lo nuevo y lo viejo es infinita, es la batalla que rige toda la materia. En el presente, tenemos la tarea de garantizar que la humanidad pueda conducir esa batalla en un nivel superior, más allá de los límites impuestos por el viejo orden burgués.
Notas
¹ Perspectivismo: doctrina filosófica subjetivista basada en la concepción nietzscheana de que "no hay hechos, apenas interpretaciones"; el post-verdad: término utilizado entre filósofos posmodernos para referirse a la vieja y conocida distorsión utilizada en la propaganda de los monopolios de comunicación, afirmando que no existen más verdades, sólo narrativas; la negatividad estructural del ser: concepción desarrollada por Heidegger de que el ser humano es indeterminado, desposado de propósito existencial y de que en ello reside su negatividad estructural.
² Hecho expuesto en el libro "¿Quién pagó la cuenta?", De la historiadora británica Frances Stonor.
³ Pensamiento desarrollado por Nietzsche en su penúltima obra, Crepúsculo de los ídolos, en el que defiende que el individuo debe declarar guerra a los mitos, creencias e ídolos de toda filosofía, ciencia y religión.