Publicamos una traducción no oficial de la Editorial Semanal publicada en A Nova Democracia de Brasil encontrada aquí.

En su decimoquinto viaje internacional desde principios de año, Luiz Inácio fue a Cuba a la reunión “G77 + China”, y se pronunció: dijo que el embargo norteamericano a la isla es ilegal; criticó el dominio de las organizaciones internacionales por parte de las potencias imperialistas y el hecho de que no siguen los acuerdos climáticos tan exigidos a las “naciones en desarrollo”. Esta semana también pronunciará el discurso de apertura de la Asamblea General de la ONU en Nueva York.

Estas no son las primeras palabras ácidas del presidente brasileño sobre el “sistema de gobernanza global”. Recientemente, criticó que la Corte Penal Internacional no tenga entre sus firmantes a Estados Unidos y otros “países ricos”.

A Luiz Inácio le conviene mucho actuar como antiimperialista en el exterior, mientras practica internamente la receta imperialista. Pero realmente quiere ser recordado como un líder del tercer mundo, que alzó su voz en protesta contra las injusticias en las relaciones entre las naciones. Éste es su objetivo, pero su objetivo es más pragmático: lograr visibilidad internacional, apostando a que ésta es una de las garantías para permanecer inmune a un posible movimiento, constitucional o no, por su deposición, cuando se produzca la inevitable crisis política en su gobierno – como resultado inevitable de la descomposición de la economía y del desorden institucional en el que se encuentra el país.

Desde el punto de vista del imperialismo norteamericano, dadas las complejas condiciones políticas del país, es preferible un Luiz Inácio, quizás indigerible en sus palabras sobre política exterior, pero que logre mantener, en la medida de lo posible, la estabilidad política e institucional y aprobar contrarreformas exigidas a través del delicado equilibrio entre demagogia social y “pragmatismo político”. Esto es mejor que un gobierno ideal (de derechas, civilizado y partidario de la vía parlamentaria) que, en la realidad, es imposible. Además, ¿qué efectos determinantes pueden tener las palabras del presidente de un país que es una semicolonia, sometida en todos los niveles por la superpotencia imperialista del Norte, y cuyo gobierno reproduce tal dominación?

En la política interna –donde, de hecho, Luiz Inácio tiene una prerrogativa práctica– el gobierno de coalición del oportunismo y la derecha civil no deja nada que desear a los yanquis. Básicamente centrada en las reformas fiscales, la reforma administrativa ya está en la agenda, considerada una consecuencia inevitable del nuevo techo de gasto: después de todo, si es necesario tener un superávit primario, es necesario recortar el gasto, y el recorte debe ser en servicios públicos. La exigencia proviene de Arthur Lira, primer ministro de facto del país, a quien Haddad abraza la reforma, que ya fue propuesta por el gobierno anterior y por el bolsonarista Paulo Guedes, bajo órdenes de los yanquis.

Con una situación económica mundial considerada “adversa” –la crisis general de descomposición sin precedentes del sistema imperialista– el gobierno aún necesita mantener su juego: servir al amo del Norte en cuestiones fundamentales para poder recuperar la base económica y escapar de la asfixia política, apaciguar a los generales y hacer alarde de su base social organizada por movimientos oportunistas como contrapeso a las ofensivas de un “centro” ávido de poder. Es la triple tarea la que garantiza una estabilidad mínima. Sin embargo, sólo fortalecerá las fuerzas de la reacción, particularmente su sector más enojado de terratenientes que, como vampiros, querrán más y más sangre. Las masas, contrariamente a lo que espera Luiz Inácio, no tienen intención de seguir apretándose el cinturón en defensa de un gobierno que ya está en manos de la derecha tradicional. Ése es su error de cálculo.